viernes, 14 de septiembre de 2012

El triste destino de la hormiga solitaria

La lluvia se aproximaba y toda la colonia estaba mudándose. Unos marcaban el camino y otros acarreaban hojas verdes. Yo, por mi parte, encontré un grano de maíz. Era muy pesado para mí, ya que, aunque soy una hormiga de carga, mi contextura física no es robusta como la de las demás hormigas de carga. El grano de maíz representaba para mí un problema grande: Era completamente resbaladizo en su cobertura dorada, excepto en la parte blanca, desde donde había estado intentando cargarla. Mas todo esfuerzo me fue inútil, sólo conseguía girar una y otra vez el grano sobre su apoyo en el suelo.

Me detuve unas tres veces, pensando en fugarme. ¡Nadie notaría mi ausencia después de todo! Pero era mi deber cumplir con el Rey y la Reina y todos mis compañeros que se encontraban trabajando duro y uniformemente. —"¿Por qué debe ser así?¿Acaso no reparan en mí, en que la tarea que ha tocado me supera? Pero las hormigas no toleran el descanso, y menos descanso hay para una hormiga de mi clase, ¡Claro! Por que las guerreras trabajan en época de invasión solamente." Pensaba éstas cosas cuando una pequeña hormiga obrera acudió a mi ayuda. Pero no tuvo caso, ya que, mientras una podía morder de la diminuta parte blanca del grano de maíz, la otra resbalaba sus pies y mandíbulas en la redonda y laqueada parte dorada. Al ver que no tenía caso y que no era "asunto suyo" la otra hormiga me abandonó, quedando yo, de nuevo a solas con el bendito grano que antaño los dioses habían regalado a los mesoamericanos. —"¡Qué clase de favor divino es esta cosa que no se puede cargar! Al diablo con ésta monarquía y que se joroben sus súbditos." Ésto pensé cuando me fugué de mi colonia.

Creí que esto me haría feliz y de hecho sentí regocijo al principio. Comía todo cuanto se me cruzara en el camino, lamiendo charcos de gaseosa deshidratada en las baldosas de la casa de algún ser humano. Éstos últimos días me he dado todo tipo de placeres glucosos. Hasta hoy.

Hoy, en la mesada de tu casa, me encontré con otras hormigas rebeldes. Compartimos ideas rebeldes, embriagadas por el azúcar en polvo derramado. Estaba tan fuera de mí, que me caí en una cuchara sopera colmada de agua. Cuando pude nadar y salir, los amigos que había hecho se habían ido. Seguí su rastro: mis antenas me condujeron hacia un mantel, lleno de migas de pan, cuchillos con restos de manteca. ¡Eso era el Paraíso de toda hormiga hedonista! Ni hablar de mi estupefacción al ver la descomunal, majestuosa, colosal cascada de miel que chorreaba del pote hasta la tela del mantel. Corrí excitado y trepé por el plástico, degustando, de cuando en cuando, el camino dulce que había dejado la gota de miel caída.

Una vez arriba, contemplé una imagen horrible, era completamente lo contrario de lo que esperaba: Todas mis amigas rebeldes ahogadas en la miel, muertas por entregarse a los placeres desmedidos. Creo que aún peor es que pensé en sucumbir yo también, incluso viendo que me sucedería aquello.

Quise regresar a mi colonia pero los días habían pasado; la lluvia, de la que nos habíamos estado preparando, había lavado el olor de mi especie. Mi sentimiento de abismal soledad no tiene comparación alguna. No puedo volver ya, a mi antigua vida subterránea, donde contaba con la protección de centenares de hormigas. Aquí afuera me esperan el los insecticidas para intoxicarme, los pies para aplastarme, las arañas para atraparme, niños para torturarme y nadie me socorrerá.