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Recuerdo que unos días atrás, habían llovido
peces y yo había pescado un resfriado; ésa fue la razón, por cierto, por la
cual no fui al concierto. Al día siguiente los vecinos se agitaban
inusualmente. Creo que fue a media mañana, que recibí la visita de la criada,
doña María Juana. Me dio la noticia de que todos los que habían asistido a la
velada de la noche anterior, habían tenido secuelas. La más común era la de
tararear una melodía en clave de ostinato,
mientras barrían la vereda o lavaban los platos. Otra era la de pegar leves saltos rítmicos, espasmódicos, con
largos y mentales intervalos melódicos. Los espectadores afirmaron haber visto
a la música en sí, además de oírla y bailarla con frenesí.
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Si no me falla la memoria, los noticieros anunciaban con voz estentórea el suceso y se rumoreaba que al pobre Johann habíanle
puesto precio a sus sesos. El Vaticano había metido mano, —esta parte
de la historia me da escalofríos— escudriñando todos sus atavíos. Buscaron incluso debajo de la cama, pero su hogar estaba vacío. (Los inspectores confiscaron los pentagramas). Lo hallaron mientras
se fugaba, caminando desde Dresde hasta Praga. En los Tribunales le acusaron de
herejía. Se cuenta que Johann gemía y gritaba que no era culpable, mientras un
látigo infatigable le hacía pasar un mal rato. Que “otros músicos y pensadores son co-autores de la obra” era su
alegato.
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Entre tanta zozobra, mi fiebre iba en aumento. Se
cuenta que yo estaba loco como una liebre, y que incierto era mi juicio. Mis
amigos cuando encuentran resquicio, cuentan que me inventé una historia acerca
de un concierto, cuyo final no tiene desperdicio.
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♦ FIN ♦
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